Anuncio

Los casos prolongados de COVID frustran a los pacientes y desconciertan a los científicos

Larry Searight se despierta cada mañana en Palmdale, a menudo antes del amanecer, con esas pesadillas pandémicas que turbaron el sueño de muchas personas durante el año pasado.

Un flagelo que no acaba nunca. Un mundo que se distiende y sigue adelante, pero que lo deja a él atascado e incapaz de seguir el ritmo. Aterradoras sensaciones físicas que aparecen sin previo aviso y se van con la misma rapidez. Amigos y médicos que se apartan, incrédulos. Pérdidas crecientes: de alegría, de gusto y olfato, de potencia mental.

Para Searight, de 62 años, esto es lo que le dejó el COVID-19. A un año de sus dos semanas de escalofríos, tos y agotamiento, se encuentra a diario a merced de una gama de síntomas cambiantes, muchos de ellos profundamente incapacitantes, que llegan y se marchan sin previo aviso.

Anuncio

El hombre es uno de los cientos de miles de estadounidenses, y probablemente millones más en todo el mundo, que superaron la infección por el coronavirus, pero que aún enfrentan secuelas persistentes y desconcertantes.

Entre las personas con “COVID prolongada”, los dolores de cabeza, la fatiga y la falta de aire son comunes. Abundan los problemas de memoria, concentración, sueño y equilibrio. Atletas y aficionados al ejercicio físico que apenas notaron que estaban enfermos en su momento ahora descubren que, meses después, ya no pueden entrenar porque sufren de palpitaciones, fatiga y debilidad muscular.

Su número va mucho más allá de la minoría de pacientes que fueron conectados a respiradores o que estuvieron al borde de la muerte porque sus sistemas inmunológicos reaccionaron de forma exagerada a una infección aguda. Los pacientes que sufrieron daños en los órganos se enfrentan a desafíos médicos complejos, pero no misteriosos.

Por el contrario, los “huéspedes prolongados” como Searight son un enigma en muchos niveles. Se desconocen quiénes son y cuántos de ellos siguen enfermos después de una infección por SARS-CoV-2. Lo que impulsa su extraña variedad de síntomas aún no se ha explicado. Sus pronósticos siguen siendo inciertos, y también lo es la respuesta a la pregunta más urgente: ¿cómo se les puede ayudar?

Sin embargo, su existencia es innegable.

La pandemia ya generó más de 115 millones de sobrevivientes confirmados de COVID-19 en todo el mundo, incluidos al menos 30 millones en Estados Unidos. Si incluso una pequeña fracción de ellos desarrolla COVID prolongada, es probable que representen un desafío enorme para los sistemas de salud.

Un indicador temprano de su creciente presencia: los hospitales en 32 estados y el Distrito de Columbia han establecido programas o clínicas especializadas en la atención de pacientes que sufren síntomas persistentes después de la infección por coronavirus. Uno de ellos se encuentra en Cedars-Sinai Medical Center, en Los Ángeles. Allí, Searight encontró un paladín en la Dra. Catherine Le, especialista en enfermedades infecciosas, que codirige el Programa de Recuperación de COVID-19 del hospital.

A principios de marzo de 2020, Searight sufrió síntomas similares a los de la gripe, que parecieron resolverse a mediados de abril.

Pero unas semanas más tarde, regresaron, y más fuertes. Una prueba de diagnóstico de COVID-19 mostró que no tenía una infección activa. ‘Vete a casa’, le dijeron. ‘Estás bien’.

Searight sabe que no está bien. Pese a ser ingeniero aeroespacial y profesor de matemáticas de nivel secundario, debe apelar a una calculadora para realizar operaciones que antes resolvía mentalmente. Sumado a ello, como cantante de jazz cuya música sonaba a nivel nacional, actualmente es incapaz de recordar las letras y está demasiado exhausto para improvisar. Su corazón se acelera sin previo aviso y la temperatura de su cuerpo cae periódicamente por debajo del nivel que su termómetro puede detectar.

Algunos días lo abruma una fatiga tan profunda, que “parece como si mi espíritu fuese succionado de mi cuerpo”. Experimenta episodios impredecibles de dolor, en las piernas y las manos, que parecen una recurrencia del herpes zóster; en el pecho, lo cual le pensar que está sufriendo un infarto; en sus riñones, algo que puede inmovilizarlo durante días.

Las pruebas en sus pulmones, cerebro, riñones, corazón e intestinos no confirman sus peores temores. De hecho, no encuentran nada malo en absoluto. “¿Qué más puedo hacer?”, le preguntó un médico a Searight, exasperado. “Ya he hecho mi trabajo”.

Los amigos no logran comprender ese mundo extraño surgido para él entre la infección activa de COVID-19 y la falta de una recuperación completa. Le sugieren que podría haber sido peor: al menos no murió.

El aislamiento, el rechazo y la avalancha de insultos han puesto a prueba la capacidad de recuperación de Searight. Como hombre negro y gay, vivió en el clóset durante décadas, hasta que finalmente salió para casarse con quien había sido su pareja por 21 años, en 2015. Se ha encontrado con racismo, sutil y abierto. No se desanima fácilmente, pero los síntomas que lo acosan ahora pueden ser abrumadores. “No sé si alguna vez me recuperaré”, dijo. “Esa incertidumbre tiene un precio emocional del que nadie habla: casi prefiero saber que voy a morir”.

Searight no está solo en su lucha por recuperarse. Otros pacientes con ideas afines surgieron como una potente fuerza de apoyo y defensa.

Algunos están haciendo causa común con personas que padecen otras dolencias poco conocidas, como el síndrome de fatiga crónica, la fibromialgia y la enfermedad de Lyme crónica. Los síntomas difusos de ellos también suelen seguir a una infección, y los médicos, a menudo, menosprecian y desestiman sus quejas.

El Dr. Anthony Fauci, el médico líder en enfermedades infecciosas del país, afirmó que el COVID prolongado es “realmente desconcertante”. Con la falta de datos que existe ahora, Fauci señala que es imposible saber cuántos están afectados, por qué el virus no parece haber terminado con ellos o cuánto tiempo podrían durar sus síntomas.

En ausencia de pruebas de laboratorio que puedan diagnosticar el problema, “muchas veces la gente piensa que es un trastorno psicológico”, afirmó Fauci. “No lo es”.

Los informes preliminares sugieren que alrededor del 70% de los pacientes que se presentan son mujeres, un patrón que parece desestimar los síntomas como manifestaciones de ansiedad femenina. “No vamos a asumir que esto es histeria de ninguna manera”, remarcó Fauci. “Creo que es una situación real”.

Searight ya ha atestiguado tal rechazo antes: a mediados de la década de 1980, su madre, Dorothy Searight, sufrió un ataque repentino de dolor y parálisis. Aunque finalmente le diagnosticaron síndrome de Guillain-Barré, sus médicos no le ofrecieron ningún tratamiento, y la mujer debió lidiar con su discapacidad durante años. Me guío por lo que le pasó a ella, afirmó Searight. “Simplemente descubrió una manera de seguir viviendo y de adaptarse a sus nuevas circunstancias. También estoy aprendiendo a reconstruir mi vida”.

El Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas lanzó una iniciativa integral para definir el COVID prolongado, una iniciativa de cuatro años y $1.15 mil millones que establecerá registros de pacientes junto con bancos centrales de datos y muestras biológicas.

El sistema médico también le dio a la aflicción un nuevo apodo: secuelas postagudas de COVID, o PASC, por sus siglas en inglés. El acto de asignar un nombre clínico a un nuevo diagnóstico es tan estándar como darle un código de facturación. Pero para algunos pacientes, es una muestra de paternalismo no deseada.

“Tengo profundos escrúpulos con el nombre PASC”, afirmó Diana Berrent, una neoyorquina que se convirtió en una de las primeras pacientes reconocidas por COVID-19 en el país hace un año y que ha sufrido dolores de cabeza, confusión mental, dolores de oído profundos y cambios en la visión desde entonces. “Es demasiado pronto para llamarlo post-cualquier cosa”, consideró. “No entendemos la etiología de esta enfermedad para decir que es ‘algo’, mucho menos que es ‘post’ algo”.

Berrent trabajó como fotógrafa profesional hasta que despertó, el 13 de marzo de 2020, con dolor en el pecho y fiebre. Después de relatar su propia pelea con COVID-19, fundó Survivor Corps, un recurso y un lugar de reunión virtual para las personas afectadas por COVID-19. Su sitio web fue incluido en la historia digital de la pandemia de la Biblioteca del Congreso. Su grupo de Facebook cuenta con más de 157.000 miembros, prácticamente todos los cuales identificaron síntomas persistentes posteriores al cuadro de COVID.

Todo eso convirtió a Berrent en una agente de poder en la comunidad de pacientes de COVID prolongada. Ha generado datos valiosos para los investigadores y movilizado a un ejército de reclutas para ensayos clínicos. Ella usa la jerga médica con fluidez e insiste en que los doctores la traten como “una par total”.

Diana Berrent, de Survivor Corps, con médicos en Columbia Presbyterian Hospital, Nueva York.

A cambio de su ayuda, narró Berrent, los miembros del Survivor Corps quieren respeto. Desean tener voz en la forma en que se lleva a cabo la investigación, se difunden los hallazgos y se brindan los tratamientos. Sobre todo, remarcó, quieren respuestas.

Quienes sufren de COVID prolongada “se han adelantado a los científicos”, añadió el Dr. Harlan Krumholz, director del Center for Outcomes Research & Evaluation, de la Universidad de Yale. “No están esperando que los científicos aporten conocimientos, sino que reconozcan que hay poder y sabiduría en su experiencia”.

De hecho, los datos anecdóticos, incluidos los estudios de síntomas recopilados por Survivor Corps, han alimentado las intuiciones de los científicos y dado forma a sus planes de investigación.

En Yale, la inmunobióloga Akiko Iwasaki propuso estudiar un fenómeno curioso y potencialmente revelador: que muchas personas que padecen COVID prolongada informan alivio de sus síntomas después de recibir una de las vacunas contra la enfermedad.

Iwasaki es una figura venerada entre los pacientes de COVID prolongada. En junio, mucho antes de que la vieja guardia se tomara en serio la aflicción, Iwasaki estaba dispuesta a discutir los factores que podrían dar lugar a tal variedad de síntomas.

Una de sus ideas es ahora una de las principales hipótesis entre los científicos. Ella sugiere que, para algunas personas, una infección por coronavirus desencadena una respuesta autoinmune que hace que las defensas del cuerpo reaccionen de forma exagerada o fallen, atacando el tejido sano incluso después de que la amenaza haya pasado. Eso concuerda con la evidencia bien establecida de que a menudo no es el virus en sí lo que amenaza a los pacientes, sino la reacción excesivamente entusiasta del sistema inmunológico.

Iwasaki ha postulado otros dos posibles mecanismos por los cuales el virus SARS-CoV-2 podría causar estragos mucho después de que las pruebas hayan dejado de detectar su presencia.

Quizá una vez que se haya aniquilado en la nariz, la garganta y los pulmones, puede esconderse en lugares que generalmente están protegidos del sistema inmunológico: el cerebro, los ojos o algunos órganos reproductivos. Se sabe que los virus que causan el Zika y el Ébola hacen esto, y los estudios de autopsias encontraron evidencia de SARS-CoV-2 en los cerebros de las víctimas de COVID-19. Eso podría explicar los problemas cognitivos asociados con el COVID prolongado.

Iwasaki también postula que el COVID-19 puede dejar proteínas de coronavirus y fragmentos de ARN viral. Estos “fantasmas virales” no pueden invadir las células, pero pueden molestar al sistema inmunológico, alterar ciertas células y órganos, además de obstaculizar su funcionamiento.

Esto podría explicar por qué aproximadamente un tercio de los pacientes con COVID prolongado mejoraron después de recibir una o dos dosis de las vacunas contra la enfermedad. Ambas inducen una amplia inmunidad, tal vez lo suficiente para reconocer y atacar los fragmentos virales que quedan. Si un ensayo clínico lo confirma, los huéspedes prolongados podrían recibir refuerzos periódicos de las vacunas, para controlar sus síntomas.

David Putrino, neurocientífico y fisioterapeuta del Mount Sinai Hospital, en Nueva York, considera que descartar el COVID prolongado y considerarlo una condición psiquiátrica es un “diagnóstico vago”. Pero tratar la salud mental de los pacientes, les ayudará a controlar sus molestias debilitantes. “La emoción extrema desencadena síntomas”, remarcó el especialista. Eso es especialmente cierto para las personas con enfermedades autoinmunes y síndromes que perturban el sistema nervioso autónomo del cuerpo, que gobierna todo, desde la temperatura y los latidos del corazón hasta el equilibrio y la digestión.

“Los pacientes deben comprender que antes de que ocurriera este insulto a su cuerpo, no necesariamente debían regular sus emociones”, expuso. “Ahora tienen que hacerlo, o habrá consecuencias”.

Cuando Searight se presentó en el programa de Cedars-Sinai para el COVID prolongado, recibió más empatía que consejos de Le, la especialista en enfermedades infecciosas. La doctora le dijo a Searight que no tenía respuestas, ni una bola mágica. No obstante, lo escuchó y le hizo preguntas. Después escuchó un poco más.

“Fue como si los ángeles descendieran del cielo”, comentó él. “Solo poder compartir y que ella me mire y asienta, entendiendo, eso en sí mismo ya fue curativo”.

Para leer esta nota en inglés haga clic aquí

Anuncio