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El COVID no solo se robó el corazón de mi familia, también la dividió

Brittny Mejía con su abuelo, Pablo Mariscal, y su abuela, María Díaz, en el porche de su casa en Highland Park.
(Crystal Vargas)

El virus COVID-19 ha afectado a la familia de la reportera Brittny Mejía, infectando a casi 30 parientes aquí y en México, incluida su abuela. También dividió a su familia.

La enfermera nos ayudó a atarnos las batas de aislamiento antes de entrar en la habitación 416.

Mi hermana, Crystal Vargas, y yo estábamos en la unidad de cuidados intensivos por COVID-19 en el Huntington Hospital. El personal observaba a un puñado de pacientes en monitores de computadora, incluida a nuestra abuela, María Díaz.

Al interior de la habitación llegaba el constante zumbido de aire que entraba en sus pulmones por una máscara de oxígeno que oscurecía su rostro. Los números en el monitor indicaban que su presión arterial se había desplomado a 79/46 mmHG.

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Pusimos nuestras manos enguantadas sobre las de ella, las manos que nos habían alimentado, bañado y cepillado el cabello. Estaban frías a pesar del montón de mantas que envolvían su delgada figura. Sus ojos azules estaban cerrados al mundo.

Nuestra abuela había dado positivo por COVID-19 y admitida en el hospital de Pasadena la noche anterior, el 13 de diciembre. Incluso con la ayuda de la máquina BiPap, un tipo de respirador, sus niveles de oxígeno estaban disminuyendo. Tenía neumonía por el virus, el cual había “enfermado todo su cuerpo”, según la enfermera.

Y nosotras estábamos allí para despedirnos.

Para muchos, el COVID-19 fue lo que los obligó a quedarse en casa y usar una mascarilla para mantener a los demás a salvo: el virus existe en gran medida en abstracto. Para mí, definió estos dos últimos años, personal y profesionalmente.

Brittny Mejía con su abuela que falleció, María Díaz, en la casa de ésta en Highland Park.
(Brittny Mejía / Los Angeles Times)

Es lo que desgarró a mi familia, infectando a casi 30 parientes aquí y en México, solo de mi lado materno. Lo que también hizo trasladar a mis primos para que pudieran despedirse de su padre, que estaba bajo un respirador automático. Es lo que ahora roba el corazón de nuestra familia.

Y también es lo que nos dividió.

“Otras familias han experimentado un desastre similar por COVID en términos de personas conocidas infectadas”, expresó Bárbara Ferrer, directora de salud pública del condado de Los Ángeles. “No conozco a nadie que no se haya visto afectado por el pico del invierno pasado”.

Este año, pensé que la esperanza había llegado en forma de vacunas, pero tenía familiares que no confiaban en ellas, otros con excusas de por qué no las necesitaban.

Mientras tanto, siguieron realizando trabajos esenciales. Como muchos, cuyas familias extendidas se contagiaron del virus, su empleo no se podía realizar desde la seguridad de sus hogares. Así que el riesgo nunca se desvaneció.

Mi abuela no estaba vacunada -no por su propia voluntad- y me temo que es una decisión que perseguirá a mi familia y provocará enojo durante años.

Maria Diaz when she was a youth in Mexico.
María Díaz de joven en México.
(Cortesía de Brittny Mejía)

Hija única, fue criada por su mamá y su abuela, cuyo apodo era ‘Güera’ por su piel pálida y sus ojos azules. Mi abuela decía que heredar esos ojos, que cambiaban de azul a verde, la habían vuelto muy codiciada.

Le contaba a Crystal historias sobre Pablo, el “chico atractivo” que conducía una motocicleta. Él la perseguía y ella lo ignoraba, hasta que finalmente se casaron. No se enteraría hasta más tarde de que él tenía una segunda familia, al otro lado de la ciudad.

Tuvieron siete hijos juntos, el más joven murió de neumonía, antes de que ella se fuera a California, cansada de los engaños de su marido. Las historias varían sobre quién llegó primero a EE.UU, pero finalmente, mi abuela y cinco de sus hijos se establecieron aquí. Su hijo mayor, Beto, decidió quedarse en México.

Mi abuela no podía trabajar como enfermera en EE.UU, así que era empleada de una fábrica donde cosía costales o sacos de arpillera. Finalmente, ahorró suficiente dinero para comprar una casa en el vecindario de Highland Park, en Los Ángeles, antes de la gentrificación de la zona.

Cuando pagó la vivienda y obtuvo la escritura, le dijo a Crystal: “Esto es lo que se siente ser estadounidense”. Se convirtió en ciudadana unos años más tarde, y guardó la bandera de EE.UU en miniatura como testimonio de ese día.

La casa de mi abuela se encuentra a la vuelta de la esquina del taller mecánico de mi tío y al final de la calle de la vivienda de mi tía. Es donde mis dos hermanas mayores crecieron y donde otra hermana y yo también vivimos por un tiempo. Su jardín en el patio delantero era su orgullo y alegría (hace poco bromeábamos con mi hermana, diciendo que las plantas tenían más agua que nosotros durante la hora del baño).

Algunos de mis recuerdos favoritos son el de sentarme en la cama de mi abuela al final de la noche para ver telenovelas (aún recuerdo “El diario de Daniela”) y cuando me vistió con los colores de la bandera mexicana para una celebración en Latina Elementary School. Ella era la que me compraba una concha (un pan dulce típicamente mexicano) color rosa en Superior, si era buena, y me regañaba cuando me quedaba después de la escuela para comer algo, en lugar de volver directamente a casa. Me había regalado un diccionario de bolsillo que yo atesoraba.

Las hermanas Crystal Vargas, izquierda, y Brittny Mejía, junto a su abuela, María Díaz, en su casa en Highland Park.
(María Hernández)

Su hogar se convirtió en el lugar de aterrizaje para muchos de nosotros, un refugio cuando necesitábamos recobrar fuerzas o éramos esencialmente huérfanos. Las fotos de seis de sus hijos, 30 nietos y decenas de bisnietos decoran su sala de estar. “Esa casa era un centro”, afirmó Crystal. “Nunca fue una cuestión de preguntar si alguien podía quedarse. No tenías que preguntarle a la abuela”.

Es donde regresé después de graduarme de la universidad, en 2014, y comencé a trabajar en Los Angeles Times. Dormía en la habitación de atrás y, luego del trabajo, me sentaba en su cama y miraba telenovelas, como lo hacía cuando era niña.

Para entonces, su memoria se había ido desvaneciendo durante años. Todos los días, volvía a recordarle que era “la hija de Lupe”. En los días buenos, me contaba cómo había sido enfermera y cosas de su vida en México. En los malos, intentaba echarme de la casa porque pensaba que era una usurpadora.

Elijo recordar lo bueno.

María Díaz asiste a una posada, en Highland Park.
María Díaz asiste a una posada, en Highland Park.
(Brittny Mejía)

Como la vez que me enojé y ella me dijo: “Todo pasa, mija”. Y la noche que pudimos celebrar las posadas, una procesión en Highland Park que representa la historia bíblica de la búsqueda de refugio de José y María en el momento del nacimiento de Cristo. Todavía tengo la foto de ella mirando con asombro una luz de bengala en su mano mientras tocábamos puertas.

A pesar de que su memoria era frágil, llevamos su historia, nuestra historia familiar, con nosotros. Para mi familia, todo se reducía a una cosa: nuestra abuela era chingona. Genial.

Por eso, cuando llegó la pandemia, supimos que teníamos que protegerla.

El virus llegó a los miembros de mi familia, uno por uno.

Mi tío Beto murió primero, mientras yo informaba como parte del equipo de política en Florida, en octubre de 2020. Mi familia dijo que tenía dengue, pero su esposa dio positivo por COVID-19 unos días después. Nunca fue probado. El mismo día que me enteré de la noticia, entrevisté a personas que me dijeron que el virus no era más que una gripe. Todavía me duelen los ojos de llorar en mi habitación de hotel por la pérdida de mi tío.

El mismo mes, mi prima me contó que nuestro abuelo había dado positivo al virus. Algunos parientes decían que no era el COVID, sino problemas de salud de tiempo atrás los que eventualmente lo llevaron a su muerte. Ello generó discusiones acaloradas.

Después de eso, caímos como fichas de dominó.

Una prima se contagió a través de su marido, que trabajaba en un almacén. Más tarde fueron los hijos de mi prima, quienes laboraban en Costco. Pasé la Navidad informando en la unidad de terapia intensiva, casi al mismo tiempo que una tía paterna estaba bajo un respirador automático.

Al mes siguiente, colocaron al hermano de mi madre en un respirador. El 27 de enero llevé a mis primos al hospital para que se despidieran de él, porque temían lo peor. Fui conductora y terapeuta en ese tenso viaje.

Todos nos sentimos aliviados cuando él pasó el momento más crítico y mejoró lo suficiente como para ser dado de alta, aunque ahora tiene síntomas de COVID prolongado.

Nuestra experiencia fue una realidad vívida para las familias de todo el país, especialmente para los latinos, que enfrentaron un impacto de gran magnitud.

En una entrevista, mi colega y amiga cercana María L. La Ganga habló con Ferrer sobre la desgracia que el virus causó entre mis parientes. “Para algunas familias, la magnitud del COVID ha sido una devastación total”, afirmó la funcionaria. “Desafortunadamente, dependiendo de su red social, de sus oportunidades de teletrabajo, de su confianza en el sistema médico y en los consejos de funcionarios públicos como yo, realmente varió mucho cómo la gente se protegió y cómo otras personas no pudieron hacerlo”.

Nosotros pensamos que el peligro había pasado cuando llegaron las vacunas. Trabajé duro para convencer a los miembros de la familia de que se las aplicaran y logré que al menos 10 de ellos lo hicieran. Pero no pude convencer a todos.

Tuve familiares que mencionaron la posibilidad de tener una reacción alérgica como una razón para no vacunarse (tales casos son raros, dicen los expertos). Otros culparon a un médico que supuestamente dijo que mi abuela era demasiado mayor y frágil para aplicarse el antígeno. El cuidado de mi abuela no estaba en mis manos, pero es difícil no sentir algo de culpa.

Cuando un puñado de nosotros nos reunimos en la casa de mi abuela, el fin de semana de Acción de Gracias, para comer, solo dos personas no estaban vacunadas, incluida ella. En las siguientes semanas, mi tía, mis tíos y mis padres dieron positivo. Yo fui una de las muy pocas que dieron negativo.

Con el tiempo, lo que todos temíamos se convirtió en realidad. Mi abuela fue llevada a un centro de atención urgente porque le costaba respirar. Ella también dio positivo.

El 13 de diciembre, Huntington Hospital tenía 22 pacientes con COVID, incluida mi abuela.

Ella era una de los ocho hospitalizados atendidos en la unidad de cuidados intensivos para COVID. Cinco días después, eran 13. La doctora Kimberly Shriner, directora médica de infección y control del Hospital Huntington, estaba preocupada por lo que traería el resto del invierno.

“Cuando ves a alguien con esta enfermedad, y muere a causa de ella, es realmente terrible y muy traumático”, expresó. “La mayoría de quienes ingresan a la atención médica lo hacen porque quieren ayudar a los demás, pero en verdad esto nos está llevando al límite”.

El 14 de diciembre, Crystal y yo llevamos cafés y una caja de panes dulces; un agradecimiento a las enfermeras que habían atendido las llamadas telefónicas de mi familia durante todo el día.

Sollozamos tan pronto como entramos en la habitación 416. Mi abuela nunca había lucido tan pequeña. Crystal y yo tuvimos 30 minutos para hacer una videollamada con nuestra familia en Estados Unidos y en México para que pudieran despedirse.

Las generaciones que se remontan a ella (hijos, nietos, bisnietos) le dijeron repetidamente cuánto la amaban. Mi primo dijo: “Ya puedes irte a dormir, abuela”.

De vez en cuando, sentí que mi abuela me apretaba la mano mientras llorabamos. Crystal le echó el pelo hacia atrás, detrás de la oreja, y le tocó el lóbulo; ella había sido la encargada de ponerle los pendientes a mi abuela.

Mi sobrina María Hernández, quien fue criada por nuestra abuela, nos rompió el corazón. Está embarazada y su bebé nacerá en enero. “Me duele que no vas a poder ver a mi hija”.

Su hijo le agradeció todo lo que había hecho por su familia. “Te ofrezco mi amor eterno”.

“Gracias por ser mi mamá”, expresó Crystal en español. “Te amo tanto”. Le dijo a mi abuela que era la mujer más fuerte del mundo. La “chingona”.

“Gracias por ser tan fuerte y por ser el ejemplo para el resto de nosotros”, dije yo. “Te queremos tanto…”.

En los minutos que quedaban, el tiempo extra que nos asignó la amable enfermera de mi abuela, Crystal reprodujo la canción “Amor eterno”, oportunamente cantada por Rocío Dúrcal, una María también, como mi abuela. La letra, escrita por Juan Gabriel, se inspiró en la pérdida de su madre.

Mientras pasaban las últimas horas de su vida, una lágrima se formó debajo del ojo de mi abuela mientras la letra sonaba:

Como quisiera que tú vivieras

Que tus ojitos jamás se hubieran

Cerrado nunca, y estar mirándolos,

Amor eterno e inolvidable

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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