Columna: Mi papá era un escéptico del COVID-19, pero se vacunó, y también pueden hacerlo los pandejos de su familia - Los Angeles Times
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Columna: Mi papá era un escéptico del COVID-19, pero se vacunó, y también pueden hacerlo los ‘pandejos’ de su familia

A man receives a COVID-19 vaccine shot in Anaheim on Jan. 28.
El ex alcalde de Los Ángeles, Antonio Villaraigosa, recibe el jueves la vacuna contra el COVID-19 de manos de Darlene Dickens-Jeffers, gerente sénior de prevención de infecciones en AltaMed Health Services, Anaheim.
(Allen J. Schaben / Los Angeles Times)

La masculinidad tóxica es un infierno de condición preexistente que podría tenerse durante una pandemia. Pero Papi finalmente pudo ver que la vacuna no se trataba de él.

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Mientras mi padre hacía fila para recibir la primera ronda de su vacuna de Moderna contra el COVID-19, en una fría y soleada mañana de sábado, agradecí a Dios por nuestra resolución.

Mi hermana había reservado la cita el día anterior, en menos de 30 minutos. No fue una pesadilla hacerlo; la aplicación no colapsó, el sitio web no fue desastroso y las vacunas no estaban agotadas ni nos encontramos con manifestantes, cosas que la mayoría de los californianos del sur han sufrido -vergonzosamente- hasta ahora.

Pero todo eso fue el milagro menor; el más grande fue que mi papá estaba en la fila, punto.

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Digamos que los Fauci y los Ferrer del mundo regañarían a ‘Papi’ si lo conocieran alguna vez. Alternativamente, mi padre ha afirmado que el coronavirus no existe, que es todo una exageración, una conspiración del gobierno o que ya ha infectado a todos, por lo cual la precaución no tiene sentido. Mis hermanos me enviaban mensajes de texto cada vez que daba un paso en falso: con quién papá hablaba en persona, que no formaba parte de nuestro grupo. Qué lugares visitaba además de sus reuniones de Alcohólicos Anónimos -en las que se observa la distancia social-; cuándo no usaba mascarilla en casa.

Papi no era un total pandejo (la versión mexicana de un covidiot). Cada vez que se equivocaba o balbuceaba tonterías, yo lo ponía en su lugar y él se quedaba allí; al menos por un tiempo.

Parte del problema desde el principio fue que el coronavirus pasó inadvertido para él. Durante el verano, no conoció personalmente a nadie que hubiera contraído COVID. El otro problema, francamente, es que es un machista terco de campo, que ve el mundo y todas sus enfermedades como algo que hay que dominar y no temer.

La masculinidad tóxica es una ‘condición preexistente’ durante una pandemia. Demasiados de nosotros, latinos y no, hemos tenido que lidiar con eso, hasta el punto de romper amistades y tensar al máximo los lazos familiares.

¡Pero es posible vencerla! Mi padre, de 69 años, es prueba de ello.

La capacidad de California para realizar varias tareas se está poniendo a prueba, ya que los funcionarios de salud se esfuerzan por encontrar personal para los centros de vacunación y, al mismo tiempo, mantener las pruebas y el rastreo de contactos.

El COVID-19 se acercó un poco más a él durante las fiestas de fin de año, cuando los latinos del sur de California sufrieron desmesuradamente. Dos de sus primos murieron a causa de la pandemia, seguidos de demasiados amigos y conocidos. Mi tío contrajo coronavirus y sobrevivió; el padrino de mi hermana no corrió la misma suerte.

Supuse que el trágico giro finalmente asustaría a mi papá. No fue así. Cuando las vacunas contra el COVID-19 estuvieron disponibles, a ninguno de nosotros nos sorprendió que él las rechazara. Un compadre le dijo que las vacunas tenían chips capaces de rastrearnos para siempre; la radio aseguró que la gente muere después de la primera dosis. Esas fueron algunas de las pandejadas (estupideces relacionadas con los pandejos) más plausibles que nos comentó.

Los cuatro hijos Arellano pusimos los ojos en blanco y lo anotamos de todos modos en una lista de espera para la vacuna en el mismo instante en que fue posible.

Acepté llevar a Papi, por apoyo moral y porque solo me escucha a mí, ya que soy el mayor -y, seamos sinceros, también soy hombre (ahí está otra vez esa masculinidad tóxica)-.

Le prometimos que todo sería simple: el sitio de vacunación estaría en un estacionamiento del mercado Albertsons en Santa Ana, a solo 20 minutos de su casa en Anaheim. No costaría nada. Solo teníamos que completar un formulario corto, detallando su historial médico, y presentarnos a las 9:15 a.m.

Pero cuando llegué a la casa de mis padres, una hora antes, Papi había vuelto a su negacionismo. Ahora la excusa era que no necesitaba una vacuna porque tenía “sangre fuerte”. Porque Dios lo cuida. Porque “soy una persona muy positiva y eso me mantiene con vida”.

Asentí con la cabeza mientras cocinaba una quesadilla en el comal, y mis hermanos se quedaban en su habitación. Una vez que la tortilla de harina se hubo tostado correctamente, lo dejé comer. ¿Qué pasaba con todos sus amigos y familiares que habían muerto? ¿No se ocupaba Dios de ellos también? ¿No tenían sangre fuerte ni optimismo?

Más importante, señalé mientras rociaba salsa Tapatío en mi desayuno con queso, la vacuna finalmente no se trataba de él, sino de nosotros: sus hijos, su nieto y su madre de 98 años, cuyos abrazos él extraña mucho. Eso lo hizo callar de una vez por todas.

Lorenzo Arellano, 69, gets his Moderna COVID-19 vaccine in Santa Ana on Jan. 30.
Lorenzo Arellano, de 69 años, recibe una dosis de la vacuna de Moderna contra el COVID-19, en Santa Ana, este sábado.
(Gustavo Arellano / Los Angeles Times)

De camino al sitio de vacunación, le recordé a Papi la cicatriz de viruela que tenía en el brazo. Su forma irregular y hundida me desconcertaba cuando era niño, y él siempre era ambiguo cuando le preguntaba por ella. Mi difunta madre me lo explicó desde el principio: cómo la viruela y la polio habían sido un flagelo en las pequeñas aldeas donde ambos crecieron, en las tierras altas del centro de México. Y cómo todos celebraron la llegada de las vacunas cuando ambos eran niños.

Le dije a mi papá que su cicatriz probaba que las vacunas son buenas y efectivas. También mencioné cómo mi mamá siempre nos llevaba de niños a aplicarnos todas nuestras vacunas, con orgullo. La medicina y los doctores tienen por finalidad asistir a las personas, después de todo. La medicina ayudó a mi mamá a luchar contra un cáncer de ovario durante un largo tiempo.

Papi estaba de mejor humor cuando finalmente llegamos a la línea de vacunación. Me puso contento verlo alegre, porque lo que inicialmente observamos fueron las desigualdades raciales del lanzamiento de la vacuna contra el coronavirus en California.

Los exasperados empleados de Albertsons, casi todos latinos, intentaban en vano agrupar a todos en filas mientras los médicos sonreían, revisaban el papeleo y administraban las inyecciones con precisión. La gran mayoría de pacientes eran blancos -esto, en una ciudad de mayoría latina-. Casi todos estaban solos, empuñando los teléfonos inteligentes necesarios para conseguir un codiciado lugar en línea.

Mi padre y yo —él con botas de vaquero y una mascarilla que decía “Jerez Zacatecas”, yo con pantalones cortos y holgados de Dickies y huaraches gastados—, destacábamos como mexicanos de una manera que no había sentido en décadas.

El estado de ánimo oscilaba entre el miedo y el alivio. Nadie estaba feliz de estar allí, pero todos sabían que era un primer paso importante para vencer a la maldita enfermedad para siempre.

Después de ese caos inicial, el resto del proceso fue perfecto. Hubo un retraso de media hora, pero fue mejor que la penitencia de pasar horas, lo que parece ser la espera promedio en este momento. Después de que Papi presentó dos identificaciones, un médico le preguntó si prefería la inyección en su brazo derecho o izquierdo. Eligió el correcto: donde está su cicatriz de vacunación contra la viruela.

Se quitó la chamarra que alguna vez le perteneció a su primo -que había muerto de COVID- y se arremangó.

La aplicación duró unos dos segundos. Después, nos sentamos durante 15 minutos para ver si mi papá sufría una reacción alérgica o se convertía en un zombi controlado por Bill Gates. Nada de ello sucedió.

Lorenzo Arellano
Lorenzo Arellano, padre del autor, espera para ver si se convierte en un zombi controlado por Bill Gates después de recibir su vacuna COVID-19. No fue así.
(Gustavo Arellano / Los Angeles Times)

Le dije a mi papá que estaba orgulloso de él mientras regresábamos al auto, pero que aún necesitaba cuidarse contra el coronavirus. Luego, un latino nos preguntó en español cómo habíamos logrado su vacunación. Él había intentado varias veces conseguir una cita en línea para su madre, pero no había tenido suerte. No supimos qué decirle.

Volveré al mismo Albertsons con mi padre en un mes, para que le apliquen la segunda dosis de Moderna. Si tiene familiares o amigos que se muestran escépticos sobre la vacuna contra el COVID, mi consejo es que sea paciente pero firme con ellos, y defienda su posición. Y si los pandejos en su vida aún así no entienden, haga que escuchen las palabras de un antiguo compañero: “Díganle a todo el mundo que Lorenzo -el negativo, terco, campesino y macho- se vacunó porque ama a su familia”, dijo mi padre. “Lo hizo por sus hijos, por su nieto y su mamá viejita, que es muy fuerte. Y si el negativo Lorenzo lo hizo, entonces nadie tiene excusa”.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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