Son jóvenes y están enamorados. Y cada uno tiene un secreto
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El sol se estaba poniendo y podía sentir la fresca brisa de verano a través de mi suéter. Mi compañero Leo y yo pasabamos la tarde en la playa estatal de Dockweiler, nuestra primera noche juntos después de pasar meses separados mientras estábamos en la universidad. Al tiempo que caminábamos hacia el agua, sentí que las lágrimas empezaban a brotar de mis ojos. Leo no se dio cuenta hasta que llegamos a la orilla del agua.
“¿Qué tienes? ¿He hecho algo?”
Me limité a sonreír.
A medida que su preocupación aumentaba, también lo hacía mi valor para decirlo sin más. “Creo que estoy enamorada de ti”.
Me agarró la mano y sonrió. “Creo que yo también estoy enamorado de ti”.
Sentí una sensación de alivio invadiéndome.
Me había costado bastante decir esas palabras, y por muchas razones. Solo tenía 5 años cuando el sobrino de un cuidador comenzó a abusar sexualmente de mí. Me hizo prometer que no lo contaría. “Lo hago porque te quiero”, me decía.
Durante años, llevé esa mentira, que el abuso era una forma de amor, a mis otras relaciones.
En la escuela preparatoria, salí con un adolescente que también era sexualmente abusivo, seguido por otro novio que me engañó una y otra vez. Para entonces, había comenzado lo que se convertiría en una batalla de años contra la inanición como forma de sentirme completa, y cortarme para sentirme viva.
Aunque Leo y yo nos conocíamos desde que teníamos 10 años, no empezamos a salir hasta que estábamos en nuestro segundo año de universidad. Él había dejado Los Ángeles para ir a UC Merced a estudiar ingeniería mecánica, mientras que yo me quedé en casa para asistir a UCLA, especializándome en psicolingüística.
Al principio, estar en una relación a larga distancia parecía ser nuestro único obstáculo. Encontramos la manera de sacar lo mejor de ello. Me enviaba mensajes de texto a primera hora de la mañana llenos de emojis de corazón. Hacíamos videollamadas todas las noches. Venía a casa siempre que podía.
Pero ambos ocultábamos una parte de nosotros mismos al otro.
Cada vez que Leo conducía a Los Ángeles o volvía a Merced, me pedía que me quedara al teléfono con él. No lo sabía entonces, pero más tarde supe que conducir por las autopistas le provocaba pánico. Pensé que me estaba extrañando. A veces llamaba inesperadamente a altas horas de la noche, aunque sabía que yo tenía que levantarme temprano. Insistía en que todo estaba bien, pero sonaba como si tuviera puro pánico. A menudo se quejaba de que se sentía cansado, tenso o simplemente fuera de sí. Yo pensaba que seguramente estaba “estresado” por la escuela.
O tal vez me desentendí porque tenía mis propias cosas.
Mantenía un horario rígido. El día comenzaba con una rutina de ejercicios sin excusas que consistía en correr o en entrenamiento de resistencia. A las 8 de la mañana, solía estar en uno de mis trabajos o en clase. El resto del día se desarrollaba entre el voluntariado en un laboratorio, la realización de mi propio proyecto de investigación, más clases o mi otro trabajo, y por lo general terminaba con otro entrenamiento: natación o una sesión de yoga.
Evitaba cualquier cosa que me sacara de mi flujo. Tenía que tener ese control. A lo largo de los años había aprendido que era la única forma de dominar el pensamiento abrumador de que no era digna ni merecedora de nada bueno en la vida.
Los problemas que podíamos ver en la superficie del otro parecían menores. Ambos pensábamos que el otro lo tenía más fácil, mejor, más sencillo.
No fue hasta principios de 2020, un mes antes de que Leo se graduara y volviera a Los Ángeles a vivir con sus padres, que presencie uno de sus ataques de pánico. Más tarde, tras meses de interminable búsqueda de trabajo en plena pandemia, pasaba cada vez más tiempo con los videojuegos, Instagram y YouTube. Pronto, incluso salir de casa de sus padres se convirtió en algo difícil.
También fue testigo de mis batallas con la incertidumbre, y de la lucha constante por encontrar una sensación de seguridad y protección. Al principio de la pandemia, perdí uno de mis trabajos, lo que significaba que no podía permitirme iniciar un programa de doctorado en otoño como había planeado. Mi padre igualmente estaba luchando contra cáncer de riñón en etapa 4. Me ocupé de la medicación, de las citas médicas y de estar presente en sus últimos meses. Los ataques de ansiedad a altas horas de la noche hacían que pasara el día sintiéndome exhausta, tensa y con los nervios de punta.
Al principio fue difícil para Leo y para mí apoyarnos mutuamente porque ambos queríamos ser vistos y escuchados. Su irritabilidad era una señal de que se sentía perdido y solo en su lucha por encontrar un trabajo. Mis lágrimas eran una señal de que quería sentirme segura y apoyada mientras era un pilar de servicio para mis padres.
A menudo no entendíamos el grito de ayuda del otro. A veces lo llamaba cuando estaba enfadada o de mal humor, no porque estuviera siendo exigente o necesitada, sino porque ansiaba una sensación de confort. En ciertas ocasiones decidía abruptamente irse a casa cuando estábamos en medio de una cita, no porque quisiera alejarse de mí, sino porque su ansiedad se estaba apoderando de él.
Teníamos miedo de compartir plenamente lo que pasaba por nuestras mentes y cuerpos porque creíamos que al hacerlo, dejaríamos de ser amados y aceptados por el otro. Yo creía que si él conocía mi pasado, si sabía la verdad sobre cómo vivía cada día, me vería demasiado rota para compartir una vida con él. Y a él, le preocupaba que yo juzgara sus inseguridades como poco masculinas.
Y ambos empezamos a temer que nuestra oscuridad solo arrastraría a la otra persona hacia abajo.
Admitir nuestro amor por el otro significaba compartir nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro. Juntos, nos dedicamos a un camino de sanación. Empecé a ver a un terapeuta. Leo comenzó a dar prioridad a su salud, haciendo ejercicio, mejorando su alimentación, durmiendo y abordando su trastorno de pánico.
A medida que aprendimos a escuchar, a abrirnos, a sentir lo que el otro estaba sintiendo, fuimos capaces de ayudarnos mutuamente a salir de las oscuras profundidades. Él validaba mis frustraciones cuando no alcanzaba mis objetivos y me recordaba todas las veces que me había recuperado de la adversidad. Le enviaba mensajes de ánimo todas las mañanas, le preparaba batidos verdes después de nuestras carreras nocturnas y le daba un masaje profundo tras un día difícil.
Pero, sobre todo, creíamos el uno en el otro antes de aprender a creer en nosotros mismos.
Cada acto de amor, por pequeño que fuera, nos acercaba a comprender que, por muy rotos que nos sintiéramos, éramos más que nuestros miedos y dignos de todas las cosas hermosas que el amor tiene para ofrecer.
La autora es estudiante de maestría en psicología y trabaja como investigadora, escritora y cuidadora. Está en Instagram @rose_cx_cx y en Medium @rose-mejia1998.
L.A. Affairs narra la búsqueda del amor romántico en todas sus gloriosas expresiones en el área de Los Ángeles, y queremos escuchar su verdadera historia. Pagamos $300 por un ensayo publicado. Envíe un correo electrónico a [email protected]. Puede encontrar las pautas de envío aquí.
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