De Tlatelolco a Tlatlaya, la violencia del Estado
MÉXICO — La tragedia de Iguala es la consecuencia de que en México hay dos estados: el encabezado por Enrique Peña Nieto y el regido por el crimen organizado.
Ni Vicente Fox, ni Felipe Calderón, ni Enrique Peña Nieto han atacado de manera integral y regional a la violencia criminal. Forman parte de un Estado reactivo y a la defensiva que es incapaz de controlar la violencia emanada de sus propias filas. Para que nuestros gobernantes recapaciten y armen un diagnóstico y una estrategia adecuada, la sociedad tiene que organizarse y presionarlos.
El demócrata desinflado
Poco después de ganar las elecciones de 2000, Vicente Fox capituló y regaló en alguna cena sus promesas de reforma a los ejecutivos de Televisa y TV Azteca. Fox tuvo las condiciones ideales para ser el estadista que combatiría en serio la corrupción y la impunidad. De haberlo hecho tal vez hubiera frenado el crecimiento de e las bandas criminales.
El 19 de julio de 2001, Fox aprobó con entusiasmo una Comisión de la Verdad que investigaría las grandes violaciones a los derechos humanos y la corrupción, indispensable para enfrentar a la delincuencia. Estuve presente en la reunión en Los Pinos en la cual aprobó el proyecto de Comisión de la Verdad. Me emocioné cuando anunció que “en una semana estará todo listo para empezar a trabajar”.
Mintió. Nunca cumplió. En secreto negoció una amnistía de facto a los delincuentes del viejo régimen. Rubén Aguilar y Jorge Castañeda acompañaron a Fox en el gobierno y confirmaron que accedió a las exigencias del PRI: “nada de comisiones de la verdad, persecuciones, investigaciones”, nada de meterse en “los terrenos de la corrupción y de acusaciones a funcionarios del pasado”.
Se perdió una gran oportunidad para lanzar una señal de que habría castigo legal para quienes se habían apropiado de fondos públicos o habían usado ilegalmente la violencia del Estado.
Tampoco pudimos entender el tránsito de la violencia política a la criminal porque uno de los propósitos de aquel proyecto era entender la forma como una parte del aparato de represión estatal fue infiltrado y colonizado por la delincuencia organizada. El sucesor de Fox pagaría las consecuencias.
Felipe Calderón y las guerras del narco
Calderón tuvo el coraje y el acierto de lanzarse contra la delincuencia organizada. Le sobraba voluntad, le faltaban conocimientos, temperamento y compasión hacia las víctimas.
Se fue a la batalla sin un solo análisis de riesgo. A los pocos meses reconoció ante el ex jefe del gobierno español, José María Aznar, que “la influencia que tenían los narcóticos (y el crimen organizado) superaba cualquier cálculo”. En junio de 2008 aceptó en una entrevista a El País de España que “llegué al quirófano sabiendo que el paciente tenía una dolencia muy grave; pero al abrirlo nos dimos cuenta de que estaba invadido por muchas partes, y había que sanarlo a como diera lugar”.
Nunca logró sanarlo porque ni siquiera pudo coordinar a su gabinete de seguridad. A tanto llegaba el desorden que el titular de la Secretaría de Seguridad Pública y el procurador no se dirigían la palabra y, según diversos testimonios, llegaron a insultarse frente al Presidente. Le faltó una estrategia integral y regional que tomara en cuenta las diferentes caras de la amenaza.
Otra debilidad de las guerras de Calderón fue su indiferencia hacia el costo humano. Después de que abandonó la Presidencia, Calderón ha insistido en que declaró la guerra “para proteger a las familias amenazadas por el crimen”. Seguramente piensa que promulgar o reformar leyes y crear burocracias es la forma de hacerlo. Nada dice de la manera como minimizó la tragedia humanitaria, ocultando todo lo que pudo la información.
La situación se agravó porque para esos años la Comisión Nacional de los Derechos Humanos ya se había convertido en una burocracia costosa e inútil. En sus primeros años señaló y corrigió algunos de los errores, omisiones y excesos de los gobernantes. Los partidos pronto la castraron llenándola de presupuesto y poniéndole presidentes grises y timoratos. Se convirtió en una costosa burocracia, utilizada para cultivar clientelas y complicidades entre los senadores que debían vigilarla. Durante muchos años fue un ostentoso florero que se colocaba en los presídiums para pregonar el falso compromiso del Estado con los derechos humanos.
Enrique Peña Nieto y Ayotzinapa
Peña Nieto elevó la calidad de los funcionarios del área de seguridad, mejoró la coordinación entre ellos y empezó a poner énfasis en la prevención. Comenzó a generarse inteligencia de calidad y vinieron las detenciones o eliminaciones de capos.
En el segundo año afloraron las debilidades de siempre. Su gobierno no ha reconocido la magnitud del reto, carece de una política integral y regional que ataque las raíces del problema y hay una gran indiferencia hacia el costo humano. Por ejemplo, la política de fragmentación de bandas criminales nunca se completó con una estrategia para proteger a las zonas afectadas por las bandas más pequeñas y con menos disciplina en el uso e la violencia.
Todo esto se observó con claridad en Iguala, Guerrero, donde, al igual que en el 68, fueron víctimas jóvenes estudiantes de la Normal de Ayotzinapa que se preparaban para ir a la tradicional marcha del 2 de octubre en la Ciudad de México. La violencia (tanto la criminal como la oficial) sin control continúa siendo el signo de identidad del Estado mexicano pese a las transformaciones (algunas de ellas positivas).
La tragedia de Iguala, en septiembre de 2014, desbarató las pompas publicitarias creadas por el gobierno de Enrique Peña Nieto; Tlatlaya, la Casa Blanca y la fuga de El Chapo Guzmán completarían la faena.
Ayotzinapa sacó a la luz un Estado debilitado por la ineficacia, la corrupción y la impunidad; una sociedad alebrestada por tanto maltrato; un estado paralelo con enorme poder.
Fragmento del capítulo 9 del libro De Tlatelolco a Tlatlaya, las violencia del Estado, ediciones Proceso 2015. Se reproduce con autorización del autor.
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