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Ayotzinapa: Una larga noche en busca de justicia

Lo reconocible es el dolor: adelante van las 43 imágenes de los estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa secuestrados hace un año por sicarios y la policía. Todas las fotografías tienen nombre y apellido y cuelgan frente al pecho de los padres que no han dejado de buscarlos. Cada mirada parece doble.

Atrás y adelante de ellos marcha un tumulto anónimo que grita, aplaude y exige que renuncie el Presidente Enrique Peña Nieto; que se enjuicie al ex Procurador Jesús Murillo Karam, que se haga justicia y se detenga toda la corrupción y que si no pueden, mejor que se vayan todos.

A las 14:00 horas, desde el Ángel de la Independencia se ve la Avenida Paseo de la Reforma llena de manifestantes hasta el monumento a Cuauhtémoc. Se informa que a dos horas de iniciada la marcha, los últimos contingentes aún están saliendo del Auditorio Nacional.

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El clamor es el mismo: “¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!”. Lo grita don Margarito Guerrero, rengueando aún porque los granaderos le dispararon en el pie izquierdo, y porque el retrato de su hijo, Joshivani Guerrero de la Cruz, oficialmente declarado muerto hace unos días, le cuelga hasta las rodillas.

Y detrás de los padres de los 43 muchachos vienen 140 normalistas de Ayotzinapa, pelados casi a rape, cuyos gritos hacen un coro cuyo tono suena como plástico agitado contra el viento; sus reclamos parecen un montón de flechas o de balas, como las que les dispararon aquella noche de hace un año.

“¡Mi padre me dijo: Te vas a estudiar, pero si ves problemas te vas a luchar”.

Con chamarra negra y jeans azules, un joven de 28 años cuenta que dejó la carrera de contaduría y entró a la Normal apenas en julio. “Ahí no te piden nada, sólo que seas muy pobre y tengas ganas de estudiar”.

Se enfilan los contingentes de la CNTE, de sindicatos y organizaciones civiles, luego grupos más dispersos de estudiantes de la UNAM, del ITAM, del Poli y de la UAM, artistas, yoguis y cristianos.

Adelante va el dolor y el coraje viene atrás. A partir de la Estela de Luz los padres son recibidos por una valla de gente que maldice al Gobierno y la Policía, y que llora entre un temblor que le recorre todo el cuerpo.

El marido abraza a su esposa mientras ella sacude el pecho y sostiene una cartulina con 43 fotografías y la frase en rojo: “¡Ayotzinapa somos todos!”. “Ya, mi amor, ya”, le dice él.

Cuando la marcha pasa frente a la rejas de Chapultepec ocurre una extraordinaria coincidencia. Hay ahí una exposición fotográfica sobre el terremoto de 1985, cuando la sociedad civil salió a las calles a hacerse cargo de la tragedia frente un Gobierno pasmado e ineficaz que les pidió quedarse en su casa; como ahora el Presidente Peña Nieto pidió resignación y el burócrata Murillo Karam dijo: “Ya me cansé”.

Cuatro horas después, la marcha entra al Zócalo y arrecia la llovizna que inició en Insurgentes.
“¡Ni la lluvia ni el viento detendrán este movimiento!”, gritan los padres, trepándose al templete frente a Palacio Nacional.

Hay media docena de oradores, entre ellos el abogado Vidulfo Morales, quien llama a mantener la calma. “No somos pacifistas”, aclara, “cuando sea necesario, vamos a responder, pero por ahora vamos a darle al Gobierno una muestra de la indignación”.

Ya casi se hace noche. Es sábado, es 26, es septiembre. La tarde de un día nublado. El reloj marca otra vez las 17:59 horas, cuando empezó todo en 2014.

U grupo de normalista de Ayotzinapa salió a botear y a tomar camiones para viajar a la Ciudad de México y participar en la marcha del 2 de octubre.

“Se repite lo mismo de esa noche: estaba lloviznando”, grita Emiliano Navarrete, padre de José Ángel Navarrete González, uno de los desaparecidos.

Lo repite la indígena nahua Cristina Bautista, madre de Benjamín Ascencio, desaparecido,
Cristina va envuelta en una plástico amarillo y con un sombrero. Con las manos sujeta lo mismo la foto de su hijo que un clavel rosa y otra ramita verde sin pétalos.

La noche de terror ya ha durado un año.

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