LAJAS BLANCAS, Panamá — Le pedà que dijera su nombre y edad, en cambio, extendió su mano, apretó fuerte mi brazo y respondió con una pregunta: “¿tú me puedes ayudar a que recuperen el cuerpo de mi niño? Llevo dos meses esperando y nadie me dice nada, ¡ayúdame!â€
Rosmary González de 45 años perdió a su hijo de cuatro años y a su esposo de 50, mientras toda la familia intentaba cruzar la selva del Tapón del Darién, una de las rutas migratorias más peligrosas del mundo y el único camino que conecta a Suramérica con Norteamérica.
La región del Tapón del Darién recibe ese nombre por ser el único punto donde se corta la Carretera Panamericana, una red de autopistas que une 14 paÃses desde Chile hasta Estados Unidos.
En total, 130 kilómetros de tupida vegetación, calor asfixiante, rÃos y pantanos por donde cruzan diariamente migrantes de más de 50 paÃses provenientes de regiones tan lejanas como Ãfrica y Asia que buscan desesperadamente llegar a Estados Unidos.
Rosmary salió junto a su esposo y sus tres hijos a finales de julio con la ilusión de llegar al estado de Florida en Estados Unidos, donde la pareja pensaba que encontrarÃan trabajo y un alivio a la pobreza y el hambre que pasaban en su natal Zulia, Venezuela; irónicamente uno de los paÃses con una de las más grandes reservas de petróleo y gas del mundo.
El presupuesto mensual de 40 dólares con el que la familia vivÃa era ya insoportable. Lo vendieron todo para cubrir el costo de más de 30,000 dólares que implicaba llevar a la familia a Florida. Rosmary jamás imaginó que en el camino, perderÃa también la mitad de su familia.
Son apenas las 10:00 de la mañana y el calor y la humedad excesiva vuelven casi insoportables los dÃas en la zona de Darién. Los mosquitos persiguen sin descanso a Rosmary y a los más de 200 migrantes varados en la Estación de Recepción Migratoria en la comunidad de Lajas Blancas, todos sobrevivientes del Tapón de Darién.
Los delgados brazos de Rosmary se mueven suavemente para acariciar a Marino, su hijo de siete años quien descansa sobre sus piernas y que, como ella, logró también sobrevivir la travesÃa.
Ambos están casi en huesos. La pérdida de peso ha sido brutal. La madre viste una blusa color morada y unas sandalias de plástico, que regalaron en el campamento ya que el llamado “rÃo muerteâ€, no solo se llevó a su hijo y su esposo, también las pocas pertenencias que traÃan con ellos.
“Caminamos siete dÃas con los pies hundidos hasta las rodillas en lodo. Mi hijo, el mayor, me decÃa ‘mamá, mira ese cuerpo allÃ, mira ese cuerpo allá’, y yo decÃa, ‘no, no, yo no quiero ver nada’… Cuando pasó lo que les pasó a mi esposo y a mi bebé, me pegó durÃsimo. Nunca pensé que alguien de mi familia también morirÃaâ€, cuenta.
HabÃa escuchado innumerables veces el nombre de “rÃo muerte†entre la caravana de los 26 migrantes que, junto a ella, cruzaban la selva. Muchos le temÃan porque se decÃa que era el paso más complicado del trayecto.
Rosmery supo en carne propia que el apodo no era para menos. La persona que los guiaba, y a quien habÃa pagado 3,000 dólares por adelantado, no quiso esperar hasta que bajara la corriente. El rÃo venÃa enfurecido, recuerda la madre.
Varios migrantes se negaban a emprender el camino y pedÃan a gritos esperar a que el rÃo se tranquilizara, pero el guÃa se rehusó a esperar más, cada momento era dinero perdido porque otros grupos esperaban por él.
La fila se adentró en las aguas. Rosmery cargaba unas maletas. Juan, su esposo, llevaba en brazos a Daniel, el hijo más pequeño y Pablo, su hijo mayor de 16 años, sujetaba a Marino. En un tramo del rÃo una corriente la hizo perder el balance y sintió como un golpe de agua la sumergÃa completamente. Alcanzó a gritar y ver como su esposo también luchaba contra el agua mientras sujetaba a su hijo. Esa fue la última imagen que tuvo de ellos.
Un joven haitiano que iba en la caravana la jaló de un brazo salvándola de ahogarse. Cuando cobró pleno conocimiento, gritó enloquecida los nombres de su esposo y su hijo. Ambos habÃan desaparecido en la corriente. La gente de la caravana la auxilió y le ofreció consuelo. En el mismo grupo, otro hombre también lloraba desconsolado. HabÃa soltado la mano de su niño quien también desapareció bajo el agua… En minutos, tres personas perdieron la vida.
“Sólo me queda él y Pablo, mi hijo de 16 años… Sólo los tengo a ellosâ€, dice mientras toca el pelo de Marino.
Marino tiene fiebre; en menos de dos horas y ha defecado seis veces. Rosmary confiesa que prefiere llevarlo a que haga del baño entre los tupidos arboles de la selva antes que entrar a los baños pestilentes e inundados del campamento de migrantes de Lajas Blancas donde espera desde mediados de agosto por los restos de su hijo y su esposo.
A lo largo de esta ruta migratoria el miedo es la constante compañÃa. A las inundaciones repentinas, las serpientes o las picaduras de insectos venenosos, se suman los asaltos y violaciones a manos de grupos armados ilegales que controlan estas rutas para el tráfico de drogas y armas.
Una vez que han cruzado el Darién las pesadillas dan paso a otras imágenes peores, la de los recuerdos de aquellos que se quedaron abandonados en la selva con algún hueso roto o alucinando en fiebre y dolor tras la picadura de un insecto o una vÃbora.
“Vi como cinco cadáveres en la selvaâ€, afirma Jean, un joven haitiano de 27 años quien viaja acompañado de su esposa embarazada y quien resulto herida en el camino cuando intentaba cruzar el rio Muerte.
— Jean, un joven migrante haitiano de 27 años
“Cargué a mi mujer y la puede traer hasta aquÃ, pero pienso en esa gente que se quedó en la selva. Gente con huesos rotos, esperando dÃas por ayuda y nadie se detiene. Vi gente muerta a la orilla del rÃo, muerta en sus casas de campaña, el cuerpo de una niña que paso a mi lado en el rÃo y los gritos de dolor de las mujeres no me lo puedo quitar de mi cabezaâ€, narró.
Carne para los buitres
En Panamá existen cuatro estaciones de recepción migratoria, tres en la provincia de Darién, frontera con Colombia y la cuarta en la frontera con Costa Rica. Las cuatro estaciones albergan un total de 2,527 personas migrantes entre hombres, mujeres, niños y niñas de origen caribeño, africano y asiático, en su mayorÃa de nacionalidad haitiana, congoleña, bangladesà o yemenÃ.
Para los que han perdido un ser querido, estos albergues, se convierte en un limbo burocrático. AquÃ, el sueño americano se transfigura y los deseos de una vida mejor pasan a un único anhelo, el de un milagro, el de volver a ver con vida a sus familiares o al menos, recuperar sus cuerpos para darles una sepultura digna.
En Lajas Blancas todo tiene un precio: dormir, beber agua y hasta el envÃo de un WhatsApp se cotiza en dos dólares o la recarga de un celular en tres dólares.
El pueblo ha dejado de subsistir de la agricultura y la pesca para llenarse de puestos de venta de comida, agua y ropa para los migrantes.
Lajas Blancas obedece su nombre a unas piedras de rÃo blancas (lajas), y es territorio que pertenece también las etnias indÃgenas de los Emberá-Wounaan y los Guna Yala.
Algunos de los Wounaan son contratados por las autoridades para trabajar en los campamentos migrantes sirviendo alimentos a los casi 500 migrantes diarios que llegan constantemente hasta allÃ.
Por los caminos del pueblo, todo huele a humedad, a lodo, una suciedad que se mezcla con olores de leña y pollos asados que los residentes suelen vender a los migrantes.
No existe el silencio ni de noche. El retumbar de las tormentas y los perros se mezclan con los gritos, el llanto o las conversaciones de los migrantes que deambulan por la noche.
Todos en este pueblo saben que la cifra de muertos es muchÃsima más alta que los 50 decesos de migrantes reportados este año en el Darién por las autoridades panameñas.
Basta recorrer las veredas del rÃo Turquesa que atraviesa esas tierras para ver la realidad que viven los migrantes. Hay cadáveres a lo largo del rÃo y el olor a desecho invade algunos tramos. Es casi imposible identificar los restos humanos tras ser devorados por las parvadas de arpÃas o por otros animales.
“La arpÃa es el pájaro sÃmbolo de Panamáâ€, cuenta Neldo, miembro de la comunidad indÃgena de Wounaan con quien hacemos un recorrido en lancha.
La situación en los campamentos es casi insostenible, indican organizaciones internacionales de ayuda. En 2021 ingresaron en Panamá por la selva del Darién 121,737 migrantes y en solo 10 meses la suma supero la cantidad de los últimos 11 años juntos.
Jean Gough, directora regional de UNICEF para América Latina y el Caribe, asignada a la zona del Darién asegura que sus equipos nunca habÃan visto a tantos niños cruzando y a menudo sin compañÃa. “Una afluencia tan rápida de niños que se dirigen al norte desde Sudamérica deberÃa ser tratada urgentemente como una grave crisis humanitariaâ€.
Los archivos del ministro de Seguridad de Panamá indican que 18,000 migrantes cruzaron la selva el pasado agosto y uno de cada cinco eran niños, la mayorÃa haitianos. La cifra total de muertos es una gran incógnita.
Los que sobreviven al Darién son trasladados en autobuses por las autoridades panameñas hasta la frontera con Costa Rica, donde cientos vuelven a emprender el camino hacia el norte.
Frente a ellos tendrán más de 5,000 kilómetros a través de Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Guatemala y México hasta llegar a Estados Unidos, el destino final de casi todos.
De la ilusión a un infierno de espera
Geobaldo es un venezolano de 42 años que perdió a su niño de seis años. Viajaba con su esposa y tres pequeños. Iván de seis años, Santiago de dos y Marci de 10 meses.
Desde hace dos meses, la rutina de Geobaldo se ha reducido a caminar del campamento donde comparte una colchoneta con su familia hasta la estación de información; siempre con la esperanza de que haya noticias sobre el cuerpo de su pequeño Iván.
Las pesadillas lo torturan, cuenta. Y no encuentra manera de quitar de su cabeza el terror que sintió cuando la fuerza del rÃo le arrebató de sus manos a su hijo.
“Al mayorcito y al bebé los cargaba yo y mi esposa a la niña, pero fue mucho peso con el bebé y las maletas y no pude sostener a mi niñoâ€, dijo Geobaldo, quien antes de migrar era empleado de una petrolera en su natal Venezuela.
Geobaldo soñaba con darles una vida mejor a sus hijos en Estados Unidos. Con trabajar y ahorrar dinero para abrir un restaurante. La fuerza del rÃo no solo le arrebató a su hijo, sino también todos esos sueños.
“En la selva duramos siete dÃas con los niños y es lo peor que he vivido. No tengo energÃa para luchar másâ€,
— Geobaldo, migrante venezolano.
“Quisiera gritar, correr, golpear. Estoy desesperado… DarÃa todo por tener el cuerpo de mi hijoâ€, dice.
De acuerdo con UNICEF, desde principios de este año, más de 150 niños han llegado a Panamá sin sus padres, algunos de ellos recién nacidos y al menos cinco niños fueron encontrados muertos en la selva este año, pero muchos cuerpos siguen sin ser recuperados.
Rosmary y Geobaldo, llevan casi dos meses en ese limbo. Las autoridades les han informado que están buscando los cuerpos, pero ellos creen que es mentira.
Rosmary sale cada dÃa al encuentro de los nuevos migrantes que llegan al campamento. Tiene la esperanza de que alguien haya visto a su hijo. Esa mañana de octubre llegaron 580 migrantes, según el conteo de las autoridades.
A lo lejos, se escuchan las voces de un grupo de vendedores que hablan mientras observan a un hombre negro tirado en el suelo y llorando a gritos.
“Se le murió la esposa,†dice uno de los vendedores.
Rosmary, ve a lo lejos la escena, escucha los llantos, los comentarios de los vendedores y hace una pausa en la conversación.
“Asà llegamos muchos. A mà me salvó la vida un haitiano, pero mejor me hubiera dejado morir… Me siento muerta en vidaâ€, dice.
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