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Celebra Javier Bátiz 60 años de rock

Desprenderse de lo que uno ama es lo más difícil. Cortarse la greña --aunque ya no quede mucha--, botar la playera percudida de los “Rolling”, estacionar la moto por siempre, enterrar al amigo de juergas.

O colgar la guitarra.

Javier Bátiz, al centro del escenario, al centro de la Ciudad, se desgañita con su voz de Bacardí. Lo trae en la sangre: I’ve been loving you too long, and I don’t wanna stop now!

La máxima de Otis Redding cifra el festejo. El Brujo cumple 60 años amando al rock y no se va a detener ahora. Que lo paren.

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Desde muchacho, en su Tijuana natal, Bátiz lograba sintonizar Radio Acuña por vivir en la frontera. Ahí conoció a Muddy Waters, a Ray Charles y al propio Redding, cuando en la capital esos nombres no significaban nada.

Ahora, en el Zócalo capitalino, muchas décadas después, sigue predicando el blues. El Prometeo mexicano de la música negra, de la distorsión y el requinto, no apaga la llama.

I believe to my soul! --”¡creo hasta mi alma!”-- cantará también, conjurando a su ídolo, el pianista ciego de Georgia.

Para su fiesta de 60 años de carrera --”¡Tengo 62! ¡Empecé de muy chiquito!”, grita--, el festival del Centro Histórico le armó una orquesta con José Areán al frente.

Algunas veces, la banda de rock se come al ensamble. Otras tantas, la Orquesta Filarmonía Metropolitana interpreta arreglos que recuerdan al Sgt. Pepper’s de los Beatles o a la canción “Kashmir”, de Led Zeppelin.

Desprenderse es lo más difícil. Ya no es 1969, cuando Bátiz tocó el primer concierto masivo al aire libre, ante las 18 mil personas que abarrotaron la Alameda Central, pero los fieles siguen llegando.

En su mejor momento, el Zócalo estará a la mitad de su capacidad, pero a los rockeros no les importa. Llegan con playeras grises --alguna vez negras-- de Los Dug Dug’s, chalecos de piel agrietada y las melenas canas.

“Bátiz nunca salió en el radio”, recuerda Fernando Lara, rockero de 65 años. “Lo conocí en los hoyos fonquis, en lugares así muy subterráneos”.

Han pasado muchos años desde que Lara, quien todavía toca la guitarra con su banda y porta el cabello ondulado hasta mitad de la espalda, veía a Bátiz tocar en un antro clandestino en la Peralvillo. El rock es el mismo.

“El rock, primero que nada, es una manifestación del ser humano, de rebeldía, de contracultura, y eso es lo que más llena, aunque desgraciadamente no puedes vivir del rock porque fue marginado desde sus inicios”, reflexiona.

A escondidas de la policía, un muchacho de cabello largo le da una fumada rápida a su porro y otros beben algo de contenedores sospechosos. Se salen con la suya.

Bátiz, a sus anchas. Porta un chaleco dorado, de lentejuelas, y hace llorar con destreza a una Fender blanca que, hasta las últimas piezas, será sustituida por una de sus “Tijuaneras”, las guitarras que diseñó.

“¡Quisiera estar en la montaña y caminar por la mañana a donde sale el sol!”, canta uno de sus éxitos.

Desde una esquina llegan corriendo dos vendedores del Machetearte, al escuchar el estribillo. “¡Sí es él, güey!”, codea uno a su compañero.

La nostalgia invade a algunos cuando Bátiz convoca al escenario a Guillermo Briseño para acompañarlo en los teclados y al baterista original de los TJ’s, su primera banda.

La infaltable Baby Bátiz, su hermana menor, subirá para cantar “Solo”. Harán lo propio Eugenia León, Tony Lira, de Liran’ Roll, y Dr. Shenka de Panteón Rococó.

“Tierra de nadie”, cantada y brincada con este último, deja a Bátiz sin aliento. “Ya me canso a la segunda”, bromea, entre jadeos que se detienen pronto.

El maestro de Carlos Santana --”Yo lo conocí cuando le decían ‘El Apache’”, presume-- no da tregua a sus 72 años.

“Me siento muy feliz porque éste es el centro de mi País, es el centro de mi tierra”, celebra Bátiz, emocionado. “¡Ahí se paró el águila!”, dice, señalando a la bandera.

Casi al final, apoteósico, Bátiz lanza los acordes de su versión de “La casa del sol naciente”. Es la que más se corea.

El ídolo está conmovido, ante la mirada de su nieto, quien lo observa desde las sillas dispuestas frente al escenario.

Desprenderse de lo que uno ama es lo más difícil de todo. Javier Bátiz, su Tijuanera y los verdaderos rockeros de antes, saben que no hay razón para hacerlo.

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