‘Beauty and the Beast’ tiene sus encantos, pero no ofrece nada realmente nuevo
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Los Ángeles — Nadie puede detener el plan maestro de Disney para sacarle el máximo provecho posible a sus éxitos del pasado, y eso queda demostrado con los esfuerzos recientes de la misma corporación para llevar sus cintas animadas al plano de los títulos con actores de carne y hueso.
“The Beauty and the Beast”, que se estrena este viernes, es el tercer proyecto de esta clase, luego de “Cinderella” y de “The Jungle Book”, y aunque goza de un diseño de producción impecable, se encuentra muy bien realizado y ofrece diversos atractivos para los ojos del espectador, no deja de sentirse como un agregado innecesario con fines mercantilistas.
Esto se debe sobre todo a que deja la impresión de ser un simple traslado de la aventura original a la acción real, incluso en medio de un añadido que ha ocasionado mucho más escándalo del que se merece: el de un personaje supuestamente ‘gay’ (el LeFou de Josh Gad) que, en realidad, cumple más bien el rol de un bufón y no afecta en modo alguno el transcurso de la trama debido a sus preferencias sexuales (se encuentra evidentemente fascinado por su amo Gaston, el villano interpretado por Luke Evans).
Resulta interesante que los moralistas de costumbre se hayan escandalizado ante una obra que, en realidad, resulta mucho más conservadora de lo que se podría esperar en épocas como las actuales, porque esta “Beauty and the Beast” mantiene intactos los conceptos del cuento de hadas original, en desmedro del personaje arriba señalado y de ciertos detalles de tinte feminista, como el hecho de que, pese a ser pobre, la protagonista Belle (Emma Watson), quien queda luego encerrada en el castillo de La Bestia (Dan Stevens), es la única mujer de su pueblo que se ha esforzado en aprender a leer y que trata de inculcarle incluso dicho conocimiento a otras niñas.
La puesta en escena le echa también una mirada directa al pasado glorioso de los musicales hollywoodenses, sin el afán revisionista de “La La Land” y con una tendencia más bien devocional; y aunque eso resulta inicialmente placentero debido a la nostalgia que genera, termina entrando en abierto conflicto con el uso todavía imperfecto -pero evidentemente contemporáneo- de los efectos digitales, que se acentúa en las escenas culminantes y afecta principalmente a la figura de La Bestia.
Realmente, no hay nada ofensivo ni reprobable en esta adaptación, que como ya lo dijimos, resulta agradable a la vista debido a la experta labor de su director Bill Condon (“Chicago”, “Dreamgirls”), aunque sus 129 minutos de extensión se nos hicieron eternos (la versión animada duraba sólo 84, y no hay aquí detalles suficientemente complejos como para justificar la expansión, sobre todo porque, en lugar de profundizar en el desarrollo del romance entre los personajes principales, el guión de Stephen Chbosky y Evan Spiliotopoulos pierde el tiempo en circunstancias accesorias).
A fin de cuentas, mientras la industria se empeñe en refugiarse en los triunfos del pasado y en apostar a lo que le resulta más seguro (porque esto puede ser visto como un ‘remake’), la originalidad brillará por su ausencia, y se le seguirán cerrando las puertas a los escritores con posibilidades de ofrecer algo realmente creativo.
Curiosamente, todo parece apuntar a la obtención de un resultado que complazca de manera simultánea a espectadores con intereses distintos, algo que no se obtuvo definitivamente en el caso de Rusia, que estrenará el filme con restricciones inusuales de edad; en el de Malasia, que se niega todavía a proyectarla; y hasta en el de una sala de Alabama, que se ha negado a incluirla en su programación. Y todo por un personaje afeminado que no hace gran cosa.
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