Columna: No aprendimos nada de los derrames de petróleo anteriores, ¿lo haremos con este?
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Miles de playas contaminadas. Aves costeras y criaturas marinas muertas por decenas, quizá cientos, incluso miles. Preciosos humedales envenenados. Regulaciones laxas al descubierto.
Esas son las consecuencias del derrame de petróleo del condado de Orange, que aparentemente comenzó con la ruptura de un oleoducto, el viernes 1º de octubre, si no antes. Pero también describen las consecuencias del vertido de petróleo de Santa Bárbara de 1969 y el de Refugio, en 2015.
Cada vez que llega un aniversario importante de esos desastres ambientales, las ondas de radio y las columnas de noticias se llenan de reflexiones sobre lo que hemos aprendido durante los últimos cinco, diez, veinte o cincuenta años. Sin duda, leeremos lo mismo, vinculado al último derrame, en 2026, 2031 y 2071.
La respuesta a la pregunta de lo que hemos aprendido en el trayecto puede ser la misma: nada.
No existe una forma segura de transportar el petróleo.
— Sierra Club, 2015
Podemos comenzar con las lecciones aprendidas del derrame de Santa Bárbara, que es el desastre costero importante más antiguo de la memoria moderna.
Ese accidente, que siguió a la explosión de un pozo debajo de una plataforma de perforación en el canal de Santa Bárbara, a cinco millas y media de la costa, no fue informado a los funcionarios de la Guardia Costera durante horas y el propietario del pozo, Union Oil, lo minimizó incluso por días. Eso obviamente obstaculizó la respuesta oficial.
Al parecer, se produjo un retraso similar en el último vertido, tal como informaron mis colegas Anita Chabria, Richard Winton, Rosanna Xia y Connor Sheets. Una vez más, el público y las autoridades quedaron en tinieblas.
Aunque se detectó un brillo de petróleo en aguas federales frente a Huntington Beach la noche del 1º de octubre, Martyn Willsher, director ejecutivo de Amplify Energy -la propietaria del oleoducto- afirmó que su compañía no estuvo al tanto de la ruptura hasta el sábado, un día después.
Los expertos ambientales señalan que los equipos petroleros en alta mar deben estar protegidos por sistemas que activan alarmas cuando ocurren anomalías que podrían indicar un posible derrame. Estos incluyen dispositivos para detectar caídas repentinas en la presión de la tubería, indicador de una ruptura.
“No es posible que haya una caída de presión en una tubería y no se sepa”, señaló Richard Charter, de la organización sin fines de lucro Ocean Foundation, a The Times. “Eso plantea la pregunta: ¿Por qué la respuesta llegó con un día de retraso? Alguien no hizo nada... No deberían tener que esperar hasta que el petróleo esté llegando a la costa para descubrir que han tenido un derrame de petróleo. Eso es ridículo”.
Pero ninguna autoridad verifica sistemáticamente ese equipo para asegurarse de que se encuentre funcionando.
La historia del propietario del oleoducto también apunta a una tendencia a largo plazo en la industria del petróleo que no puede ser buena para el interés público: el abandono de funciones que requieren mucho capital, como la perforación y las operaciones de los oleoductos, por parte de las grandes empresas integradas de petróleo y gas.
Algunas de las grandes empresas también están vendiendo activos de combustibles fósiles, ya que la amenaza del calentamiento global ejerce presión sobre la economía petrolera.
Como informan mis colegas de The Times, Beta Operating Co., una subsidiaria de Amplify, opera la plataforma en alta mar en uno de los extremos del oleoducto roto, que transporta su crudo a más de 17 millas bajo el agua hasta una estación de bombeo en Long Beach.
Beta solía ser una subsidiaria de Aera Energy, con sede en Bakersfield, que es copropiedad de Exxon Mobil y Shell Oil (aunque ambos han dicho que quieren deshacerse de la empresa conjunta). Pero Aera vendió las participaciones de Beta en 2007 a otra empresa, que luego quebró. Tras otros procedimientos, el propietario de Beta salió de la bancarrota como Amplify.
Amplify perdió $464 millones en 2020, con ingresos de $202 millones; en el primer semestre de este año la empresa perdió otros $54.4 millones; su administración dice que se dedica principalmente a devolver capital a los accionistas, es decir, extraer efectivo de sus activos residuales de petróleo -como los arrendamientos de crudo en alta mar- y pagarlo a los accionistas, presumiblemente en forma de dividendos y recompras de acciones.
“Está en nuestro ADN devolver el capital a los accionistas”, comentó Willsher a los analistas de Wall Street en agosto.
Shell, por el contrario, reportó ingresos de $180.5 mil millones y ganancias de $5.600 millones el año pasado. Exxon Mobil reportó ingresos de $202 mil millones y una pérdida de $13.300 millones en 2020, aunque volvió a la rentabilidad en la primera mitad de este año.
El derrame de 1969 en Santa Bárbara reveló hasta qué punto la industria del petróleo y el gas ejercía su poder económico en Sacramento y Washington. El entonces presidente Nixon había recaudado cientos de miles de dólares de los industriales petroleros como la familia Mellon, de Gulf Oil, el ejecutivo de perforación Henry Salvatori y la familia Pew, cuya fortuna estaba ligada a Sun Oil.
Nixon estableció un panel para investigar el derrame de petróleo, pero cinco de sus 11 miembros tenían relaciones comerciales o profesionales con Union Oil. El entonces gobernador Ronald Reagan, cuyas campañas electorales contaron con el generoso apoyo financiero de los ejecutivos petroleros de California, nunca viajó a Santa Bárbara para inspeccionar la costa contaminada.
Esa influencia política persistió. En la Convención Nacional Republicana de 1980, que lo nominó para presidente, Reagan atacó las regulaciones federales que desalentaban el desarrollo petrolero. “Grandes cantidades de petróleo y gas natural yacían debajo de nuestra tierra y frente a nuestras costas, intactas”, señaló, “porque la actual administración parece creer que el pueblo estadounidense prefiere ver mayores regulaciones, impuestos y controles que más energía”.
Los esfuerzos de Reagan para reabrir las aguas costeras a nuevas perforaciones se vieron obstaculizados al principio por un Congreso demócrata y, posteriormente, por las regulaciones estatales en California, Oregón y Washington.
El derrame de petróleo de Santa Bárbara casi creó el movimiento ambiental a nivel nacional como lo conocemos hoy. Pero eso no ayudó mucho a prevenir otro derrame en 2015, cuando un gasoducto en tierra se rompió y nuevamente afectó el medio ambiente de Santa Bárbara.
El enfoque agresivo de Reagan se intensificó durante el mandato de Donald Trump. Un plan publicado cuando Trump asumió, en 2018, tenía como objetivo abrir alrededor del 98% de las aguas costeras a nuevos arrendamientos, incluidas las costas de California, Oregón, Washington y Alaska.
Trump propuso reabrir partes del Atlántico y el Ártico a las perforaciones que habían sido prohibidas por la administración Obama al menos hasta 2022. Una vez más, los legisladores y los estados lo rechazaron.
Aunque muchas de las nuevas perforaciones pueden haber sido obstaculizadas por las normas estatales que rigen las aguas y las instalaciones de apoyo en tierra, la regulación de las operaciones existentes se vio afectada por conflictos de intereses por parte de los reguladores y el fenómeno de captura regulatoria, por el cual los funcionarios llegan a ver las cosas con los mismos ojos que las industrias que regulan.
Como señaló mi colega Steve López, no faltaron las advertencias de que la infraestructura petrolera submarina obsoleta es cada vez más vulnerable a la corrosión y las fugas. La supervisión federal es de vista corta, como lo documentó la Oficina de Responsabilidad del Gobierno (GAO, por sus siglas en inglés) hace solo unos meses.
La Oficina de Seguridad y Cumplimiento Ambiental del Departamento del Interior, según la GAO, no monitorea la seguridad ni hace cumplir efectivamente las reglas ambientales; en cambio, ha permitido que la industria del petróleo y el gas deje bajo el agua 18.000 millas de tuberías abandonadas (el 97% del total) sin confirmar que se hayan limpiado y desmantelado adecuadamente.
La Oficina “generalmente no realiza ni requiere inspecciones submarinas de tuberías activas”, comentó la GAO. Más bien, depende de los propietarios de éstas mantener los sistemas de alerta. Las deficiencias de esa política se evidencian en la costa de Huntington Beach en este mismo momento.
Las soluciones a estos problemas persistentes no son difíciles de encontrar. En su mayoría implican dejar crudo en el suelo. La justificación de esa política solo se ha fortalecido a medida que el calentamiento global causado por la quema de combustibles fósiles es más evidente.
“No existe una forma segura de transportar petróleo”, advirtió el Sierra Club en 2015, luego del vertido en Refugio.
Continúa la batalla contra la perforación en alta mar. La legislación que volvió a introducir este año el representante Jared Huffman (demócrata por San Rafael) y la senadora Dianne Feinstein (demócrata por California) prohibiría permanentemente la perforación de petróleo y gas en aguas federales frente a las costas de California, Oregón y Washington.
Incluso si eso sucediera, el peligro aún acechará bajo las olas. ¿Seguiremos viendo sus efectos cuando lleguen los aniversarios del derrame de petróleo del condado de Orange de 2021, dentro de décadas?
Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.
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