Mientras los incendios amenazan a los Antiguos, los amantes de las secuoyas se preguntan qué más no perdurará
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FRESNO — En Oklahoma, Sequoyah Quinton, un cazador de tormentas y miembro de la Nación Cherokee, salió, se arrodilló y realizó una plegaria para detener la destrucción de las secuoyas.
En Nueva York, Gabrielle Foreman, profesora, llamó a su madre en Chicago. Hablaron de un hombre desalojado que gimió de dolor cuando renunció a su perro y de una joven negra a la que disparó la policía, luego hablaron sobre el incendio que amenazaba el Bosque Gigante en el Parque Nacional Secuoya.
Foreman le comentó a su madre: “Tengo que colgar el teléfono. Estoy captando esto en mi cuerpo”. Luego oró: “Envía energía a los árboles. Son los testigos de todo y literalmente nos permiten respirar”.
En San Diego, Katie Ohlin, una de las primeras testigos de la creciente mortalidad de las secuoyas, observó esta semana cómo personas de todo el mundo lanzaron su alarma y su conexión con los árboles después de ver fotografías de los equipos de trabajo de los bomberos envolviendo el famoso Bosque Gigante, incluido el árbol vivo más grande de la Tierra, en lámina retardante color plata.
La efusión dejó a Ohlin sintiéndose menos sola, pero entristecida por el dolor. “No le deseo esto a ninguno de nosotros”, comentó.
Los incendios forestales de California han cobrado vidas, hogares y destinos de verano preciados, ahora marcados por las llamas o estropeados por el humo. Pero las secuoyas gigantes, llamadas Antiguos por los nativos americanos, se han mantenido en algunos casos durante milenios y son de los seres vivos más grandes de la Tierra. Hasta hace muy poco, muchos los consideraban casi inmortales. Algo que perduraría.
El Bosque Gigante parece a salvo por ahora, según los funcionarios.
Pero otras arboledas cercanas, con árboles de miles de años, están en peligro por el fuego del complejo KNP que aún arde.
Debido a la cercanía con los árboles famosos, más público está prestando atención a la amenaza y a la alarma que surgió hace tres años.
En 2018, Ohlin y Linnea Hardlund eran socias de un equipo de ecología en torno al fuego. Su trabajo consistía en recopilar datos sobre una arboleda que se había quemado el año anterior en Black Mountain, que se encuentra, en parte, en el Monumento Nacional de las Secuoyas Gigantes y también en la Reserva del Río Tule.
En ese momento, se pensaba que las secuoyas eran casi invencibles al fuego, con una corteza de 3 pies de grosor y coronas con aspecto de brócoli que se elevaban más alto que las llamas. Pero los ecologistas temían que los bosques cercanos, afectados por el cambio climático, la mala gestión forestal y una sequía histórica, pudieran arder con tanta intensidad que algunos de los monarcas podrían morir. A Ohlin y Hardlund, jóvenes y recién comenzando sus carreras, se les indicó que esperaran algunos muertos. Había docenas.
“Seguimos diciendo, ‘Dios mío, ¿qué está pasando?’”, explicó Ohlin.
Todos los días, en la oscuridad anterior al amanecer, las dos conducían hasta la arboleda quemada y contaban.
“Era como asistir a un funeral por estos árboles todos los días”, comentó Hardlund.
“Árboles milenarios muertos en el paisaje, resistentes durante tanto tiempo y luego desaparecidos. Nada te prepara para eso”.
The Windy fire has scorched more than 39 square miles and is only 4% contained.
Los científicos esperaban que fuera una anomalía. Pero las secuoyas, famosas por usar el fuego como parte de su ciclo de vida, siguieron muriendo. En 2020, el incendio de Castle arrasó Alder Creek Grove, que tenía muchas secuoyas con troncos de más de 6 pies de diámetro. Los árboles se asentaron en tierras compradas por Save the Redwoods para protegerlos.
Los empleados lloraron y se abrazaron unos a otros en la reunión de personal donde se reveló por primera vez que entre el 10% y el 12% de las secuoyas del mundo habían desaparecido.
La gente recuerda la primera vez que vieron una secuoya gigante.
Para Hardlund, ahora ecologista de incendios de Save the Redwoods League, fue cuando era niña, en un viaje al Bosque Gigante. Su padre les comentó a ella y a sus dos hermanos que los árboles los iban a sorprender, que eran las cosas más antiguas, grandes y resistentes de la Tierra. Seguían apuntando a los árboles preguntando: “¿Es ése?”. Les respondió que lo sabrían cuando lo vieran.
Lo supieron.
Hardlund recuerda estar parada frente a un antiguo gigante.
“Mi cerebro de 7 años no podía imaginar que era real. No se parecía a nada que hubiera visto en mi vida”, recordó.
Para Foreman, la profesora de Nueva York, la primera vez que vio una secuoya fue cuando llegó a su casa en Venice Beach después de graduarse de la universidad. Sus padres le dejaron el automóvil familiar durante el fin de semana, sin imaginar que ella y sus amigos se dirigirían al Bosque Gigante, un grupo de jóvenes graduados se trasladaron para ver algunos de los seres vivos más grandes de la Tierra.
“Esas son las mejores y más felices fotos y momentos de mi vida, frente a esos árboles”, comentó.
Quinton, el cazador de tormentas en Oklahoma, todavía sueña con ver una secuoya por primera vez. Era un infante de marina estacionado en Camp Pendleton con planes para cumplir su sueño de toda la vida. Luego intervino la Guerra del Golfo.
“Siempre he querido ver los terrenos sagrados. Ahora los veo envolver el árbol Sherman en aluminio y me rompe el corazón”, expresó.
Quinton no lleva el nombre de los árboles, que tienen el género de Sequoiadendron giganteum.
Quinton lleva el nombre de su abuelo, que recibió su nombre de Sequoyah, quien creó una forma escrita del idioma cherokee a principios del siglo XIX.
Ohlin, quien contó los árboles muertos en Black Grove, no recuerda un momento en el que no conocía las secuoyas, que crecen naturalmente solo en las crestas y valles del oeste de Sierra Nevada.
Tiene 26 años y durante más de dos décadas su familia extendida ha acampado anualmente en el Parque Nacional Secuoya. Su abuelo, además de algunos de sus tíos murieron durante la pandemia por lo cual la familia no pudo reunirse. Este año tuvieron una celebración de la vida bajo los árboles gigantes. Su familia se quejó de las regulaciones del parque, que habían prohibido hacer fogatas durante su visita.
“Les dije que tenían que escuchar. Ya habíamos perdido del 10 al 12% de los monarcas”, indicó. “No conocían la magnitud”.
Ohlin se alejó del trabajo forestal y se fue a su casa en San Diego después del incendio de Castle.
“Me encontré llorando casi a diario. Me considero una eterna optimista, pero llegué al punto de pensar que nada de lo que hacemos importa”.
Esta semana recibió una llamada para regresar al campo. “Seguí pensando en este árbol en 2020”, mencionó llorando.
La copa del árbol se quemó. No tenía forma de fotosintetizar.
Estaba a punto de marcarlo como muerto y convertirlo en un punto de datos en estudios de secuoyas. Luego vio un brote epicórmico verde difuso y brillante, que brota de un capullo que yace latente debajo de la corteza del árbol.
De alguna manera, el árbol ennegrecido estaba tratando de enviar una nueva rama.
“Fue una señal de vida, un pequeño destello”, señaló. “No me siento esperanzada, pero no podemos rendirnos. Muchos de nosotros estamos profundamente comprometidos. La Sierra será un campo de chaparrales antes de que nadie deje de intentarlo”.
Su amiga Hardlund había estado trabajando en la instalación de un incendio controlado en la remota arboleda de Red Hill, en el Monumento Nacional Secuoya Gigante, para finales de este otoño. Fue para proteger a los árboles de un fuego forestal mayor. Esa arboleda ahora está rodeada de incendios.
Parte de la razón de tales fuegos es que los ciclos naturales se interrumpieron y los combustibles se acumularon durante cien años. Pero es difícil para los administradores forestales obtener la aprobación para los incendios controlados fuera de temporada, similares a las que los nativos americanos solían cuidar del bosque, debido a temporadas de fuegos más largas, equipos quemados, mal aire, escasez de fondos y política.
“He llegado al punto en que visito una arboleda e intencionalmente me tomo un momento para apreciar su belleza, energía y personalidad, en caso de que se queme antes de que pueda regresar”, explicó Hardlund.
Esta semana, en una asamblea indígena debajo de la Reserva del Río Tule, los bailarines vistieron disfraces brillantes de todos los colores adornados con plumas y cuentas.
Fue el primer encuentro desde el inicio de la pandemia de COVID-19. Los tambores retumbaban, los bailarines daban vueltas y la gente hacía fila para tomar limonada fresca, tacos en pan frito lleno de frijoles, queso y salsa recién picada.
En la distancia cercana, nubes de fuego de pirocúmulos se elevaban retorciéndose y plegándose detrás de las colinas. Una se estaba moviendo hacia una cresta que parecía estar bordeada de árboles. Los árboles eran en realidad las copas de secuoyas gigantes que crecen en un barranco detrás de la colina.
“Es un incendio de tres cabezas”, comentó el miembro de la tribu, Johnny Franco. Trabaja para el Servicio Forestal de Estados Unidos y pasaba el día libre de los incendios, ayudando a su hijo a fabricar y vender animales con globos. Parte de su trabajo consistía en limpiar la maleza alrededor de los Cuatro Guardias, los árboles en la entrada del Bosque Gigante que fueron declarados seguros esta semana.
Siguió observando el humo que se movía sobre las tierras tribales que tienen secuoyas gigantes, lejos de las carreteras, que pocos han visto.
“Perdimos la Selva Negra, y ahora Perone Grove podría haber desaparecido”, puntualizó. “Hay un incendio fuera de control y los bomberos hacen todo lo posible”.
Agregó que todos tienen una forma diferente de rezar por las secuoyas.
Lo suyo es no alterar su oración diaria, dando gracias por estar vivo, por su familia y por un día más.
Enfatizó que es una plegaria por los árboles antiguos.
“Son el aire que respiramos. Nos dan vida”.
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